martes, 12 de octubre de 2010

III.I. Flashbacks

El regreso a casa tras la noche anterior había sido lento y cansado, sin contar que casi no había podido dormir durante la noche. Después de caminar por lo que le parecieron horas, Alberto y Seven llegaron casi arrastrándose a casa, con las manos entumecidas por el frío preparó las mantas y se tendió tensamente sobre ellas, al no tener sueño intentó comer pero realmente no tenía ni apetito ni nada comestible en casa, así que se sirvió medio vaso de whisky y se fumó dos o tres cigarrillos mirando por la ventana. Después decidió acostarse, pero por más que intentaba no podía ni relajar la mandíbula, que parecía empeñada en cerrarse con más fuerza que la que utilizara Alberto para intentar abrirla, tenía el cuerpo hecho un nudo y un irritante hueco en el estómago.

Sólo los inútiles no duermen, el sueño es un privilegio que se gana la gente productiva


Alberto recordó a su obesa y cuarentona maestra de cuarto grado, pensó para sus adentros si alguna vez la maestra había caminado tanto en un día como él había hecho hoy. Imposible saberlo. Irrelevante.

La noche transcurrió con sueños intermitentes y extraños, caras, poemas (sangre) en una cama, azul profundo, crimen, robo, perros, espejos... poco descanso.

Calor en la cara, dolor en los ojos. Un coro de maullidos y la luz del sol dándole de lleno en la cara despertaron a Alberto, que se levantó pesadamente y se arrastró hacia la ventana para cerrarla, subió a la azotea y atrapó una paloma para el desayuno, el gato vecino ya destripaba perezosamente lo que le quedaba de una en su tejado, saludó a Alberto con un movimiento de la cabeza, Alberto a su vez levantó la mano, se extrañó de ver al gato sin compañía al recordar el escándalo de hacía unos minutos.
Alberto saca una paloma de las jaulas y libera a todas menos a dos, que engordaba especialmente para cuando lograra completar el rompecabezas, aunque de momento no sabía cuanto le faltaba, tuvo el presentimiento de que todo concluiría más rápido de lo que él mismo esperaba. Degolló a su paloma con un cuchillo, y la puso a desangrar mientras traía de la casa un par de pedazos duros de pan para acompañar la carne. Encendió un fuego y asó su paloma mirando el fuego como hipnotizado... como esperando ver en las llamas el rostro del que pudiera ayudarle.
Al gruñirle las tripas se olvidó de eso para comer por fin, el primer bocado le supo ligeramente crudo pero igual se lo comió, después de todo no estaba mal y él tenía hambre.
Alberto se sentó a beber un poco de whisky después de comer, intentando recordar e hilar las confusas imágenes que vio en su sueño, miró al tejado de enfrente, el gato se había ido a dormir.

lunes, 4 de octubre de 2010

II. Un millar de anzuelos

Después de buscar durante varias horas, Alberto se detuvo a lavarse la cara en una vieja fuente afuera de un templo, siempre le gustó mirar como su cara se deformaba al reflejarse sobre las ondas, en esta ocasión su reflejo parecía mucho más viejo, talvez por el cansancio, tal vez por el calor, Alberto no se reconoció en ese rostro que por instantes le devolvía una maliciosa mirada. Un ligero escalofrío recorrió sus huesos, haciéndolos rechinar unos contra otros de la misma forma en que los dientes rechinan cuando uno ha comido demasiado limón, se había estado sintiendo así casi todo el día, pero no había encontrado aún la causa, a decir verdad ni siquiera estaba seguro de poder encontrar tal causa, después de todo no sabía ni un poco de medicina. Momentos después, el escalofrío seguía allí, estacionado sobre su cuerpo, como si alguien hubiera echado escarcha sobre cada una de sus terminaciones nerviosas, como si en lugar de tejido nervioso tuviera kilómetros de alambre de púas microscópico tirando de su carne al recibir el menor impulso eléctrico. Encendió un cigarrillo y le dió una profunda calada, esperando que de alguna manera el humo azuloso mitigara el seco dolor que aquello le producía
...
rosa
...
sonido
...
naranja
...
dolor
...
Millones de ganchos tiraban de cada fibra de sus músculos endurecidos, la sensación provenía de los oídos, recordó en un momento, e identificó la causa del ruido, Seven estaba ladrando y lamiéndole la cara, estaba oscuro ahora y notó que le había sangrado la nariz. Su cigarrillo sin filtro estaba justo al lado de la fuente sobre el suelo, totalmente convertido en cenizas, al menos el dolor se había ido.
Encendió otro cigarro bajo la luz amarillenta de los faroles y cruzó la plazoleta rumbo al jardín del templo, tomó un mango de buen tamaño y lo repartió con el perro, preguntándose si el perro sentiría también la misma irritación en el estómago que él sentía ahora. Se lo preguntó, no recibió respuesta. No la esperaba de todos modos, era una de las cosas que más le gustaban del perro: él no decía pendejadas ni aunque lo obligaran.
Camino a casa, Alberto pensaba en el rompecabezas; tenía ya algunas semanas sin tocarlo, a falta de alguna pieza nueva a la cual buscarle lugar. Aún desconocía cuantas piezas podrían ser, ya que tenían distintos tamaños entre ellas, y algunas embonaban a la perfección sin importar donde se les pusiera. Con esas piezas había que tener particular cuidado, pues a pesar de sus numerosas posibildades de combinación, sólo ofrecían una correcta, y sólo un ojo particularmente entrenado podía notarlo; una de estas piezas mal acomodada podía descomponer todo el trabajo que Alberto había dedicado a dicha tarea. Había sacrificado tantas horas de sueño por ello que ahora tenía dolor en las ojeras, pero sabía que valdría la pena, y quizás ahora era el momento.
Quizás ya era hora de buscar ayuda.