lunes, 4 de octubre de 2010

II. Un millar de anzuelos

Después de buscar durante varias horas, Alberto se detuvo a lavarse la cara en una vieja fuente afuera de un templo, siempre le gustó mirar como su cara se deformaba al reflejarse sobre las ondas, en esta ocasión su reflejo parecía mucho más viejo, talvez por el cansancio, tal vez por el calor, Alberto no se reconoció en ese rostro que por instantes le devolvía una maliciosa mirada. Un ligero escalofrío recorrió sus huesos, haciéndolos rechinar unos contra otros de la misma forma en que los dientes rechinan cuando uno ha comido demasiado limón, se había estado sintiendo así casi todo el día, pero no había encontrado aún la causa, a decir verdad ni siquiera estaba seguro de poder encontrar tal causa, después de todo no sabía ni un poco de medicina. Momentos después, el escalofrío seguía allí, estacionado sobre su cuerpo, como si alguien hubiera echado escarcha sobre cada una de sus terminaciones nerviosas, como si en lugar de tejido nervioso tuviera kilómetros de alambre de púas microscópico tirando de su carne al recibir el menor impulso eléctrico. Encendió un cigarrillo y le dió una profunda calada, esperando que de alguna manera el humo azuloso mitigara el seco dolor que aquello le producía
...
rosa
...
sonido
...
naranja
...
dolor
...
Millones de ganchos tiraban de cada fibra de sus músculos endurecidos, la sensación provenía de los oídos, recordó en un momento, e identificó la causa del ruido, Seven estaba ladrando y lamiéndole la cara, estaba oscuro ahora y notó que le había sangrado la nariz. Su cigarrillo sin filtro estaba justo al lado de la fuente sobre el suelo, totalmente convertido en cenizas, al menos el dolor se había ido.
Encendió otro cigarro bajo la luz amarillenta de los faroles y cruzó la plazoleta rumbo al jardín del templo, tomó un mango de buen tamaño y lo repartió con el perro, preguntándose si el perro sentiría también la misma irritación en el estómago que él sentía ahora. Se lo preguntó, no recibió respuesta. No la esperaba de todos modos, era una de las cosas que más le gustaban del perro: él no decía pendejadas ni aunque lo obligaran.
Camino a casa, Alberto pensaba en el rompecabezas; tenía ya algunas semanas sin tocarlo, a falta de alguna pieza nueva a la cual buscarle lugar. Aún desconocía cuantas piezas podrían ser, ya que tenían distintos tamaños entre ellas, y algunas embonaban a la perfección sin importar donde se les pusiera. Con esas piezas había que tener particular cuidado, pues a pesar de sus numerosas posibildades de combinación, sólo ofrecían una correcta, y sólo un ojo particularmente entrenado podía notarlo; una de estas piezas mal acomodada podía descomponer todo el trabajo que Alberto había dedicado a dicha tarea. Había sacrificado tantas horas de sueño por ello que ahora tenía dolor en las ojeras, pero sabía que valdría la pena, y quizás ahora era el momento.
Quizás ya era hora de buscar ayuda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario